Sabrina Fernandes

Dra. en sociología y militante ecosocialista en Brasil; es editora de Jacobin Brasil e investigadora del “Grupo de Investigación internacional sobre autoritarismo y contra-estrategias” (IRGAC) de la Fundación Rosa Luxemburgo

 

Estamos en una lucha a contrarreloj contra el cambio climático. Para frenarlo, es necesario luchar por otro tipo de cambio. Hay que cambiar el sistema en que vivimos, pero esta no es una tarea simple. No basta la posición anticapitalista sin un plan para lo que nosotros queremos en el futuro. Sin embargo, tenemos un problema de tiempo. Para evitar el cambio climático, hay que cambiar el sistema, pero las condiciones políticas de nuestros días no son las mejores. La derecha está fuerte en muchos países y la negación de la ciencia climática sigue firme. Necesitamos pensar un plan que vuelva posible los cambios en la matriz energética, en las ciudades, el transporte y la producción de alimentos pronto, para los próximos años. Un plan de descarbonización crearía las condiciones necesarias para cambios más profundos en otra coyuntura política, pues retrasaría nuestra carrera contra el tiempo.

Es imposible pensar la descarbonización sin considerar las condiciones históricas de América Latina y el papel de los procesos de desarrollo y extractivismo que impactan en la región y su ciclo de producción capitalista. Si intentamos cambiar el mundo para una sociedad ecosocialista, es imperativo que empecemos desde el Sur.

 

Un Nuevo Acuerdo Verde que vaya hasta la raíz

El debate acerca de un Nuevo Acuerdo Verde (GND), sea el que se da en los Estados Unidos o las propuestas que se plantean en América Latina, es muy diverso. Aunque todos hablen de descarbonización e inversión en energía renovable, lo que ello significa varía de acuerdo a quien lo propone.

Cuando pienso en un GND, pienso en un plan de descarbonización que es urgente en esta década y en la próxima. Es un plan que demanda audacia. Entonces, se trate del GND en los Estados Unidos o un proyecto similar que con otro nombre se plantee en el contexto de otros países, el imperativo es que no es posible hablar de descarbonización como si ello implicara solamente algunos ajustes aquí y allá. Tampoco debemos aceptar que los términos sean dados por grandes corporaciones que ven los planes “verdes” como una oportunidad de lucrar y reposicionarse en el mercado.

La crisis climática resulta de un largo proceso de expansión económica y de sus impactos ambientales. Bajo el capitalismo, la naturaleza es tratada como fuente de recursos y hasta su protección tiene que ser legitimada por el lucro o tiene que armonizar con los intereses del capital. En ese sentido, no sorprende que  muchas iniciativas de “compensación de carbono” cumplan una función en el mercado financiero y que puedan ser usadas para justificar emisiones en otra área. Mientras los fondos públicos pueden ayudar a la preservación de los biomas, el mercado insiste en promover soluciones que vuelven al estado socio de las empresas, de la bolsa de valores, y de los sistemas de crédito y préstamos. Por ello, decimos que la ecología capitalista es una falsa ecología, pues falla en la tarea de identificar la raíz de la crisis climática y ecológica en general.

Por eso, los ecosocialistas, pensamos en la importancia de regular el metabolismo social junto al metabolismo de la naturaleza, de modo que no nos olvidemos que somos también naturaleza, y por eso intentamos disputar las direcciones de los proyectos de transición climática. Esto incluye al GND y a otros planes. Así como planteamos la necesidad de hacer estas construcciones de abajo hacia arriba.

Las organizaciones populares deben estar en el centro de los planes de descarbonización. Si ello no ocurre, seremos testigos de proyectos insuficientes, lentos y que retrasan la transición al subordinarla al interés de mercado. Los capitalistas saben que el petróleo no podrá durar para siempre y por eso una parte de ellos también se comprometen con la búsqueda de alternativas. Por eso buscan lograr la descarbonización, pero bajo condiciones que garanticen la soberanía del sector privado y una velocidad conveniente para garantizar el lucro hasta la última gota. Un buen plan de transición debe trabajar con reformas importantes, pero siempre atento a las condiciones necesarias para cambiar todo el sistema y garantizar uno, como proponemos los ecosocialistas, que no copie las tendencias productivistas del capitalismo.

 

La respuesta está en la solidaridad entre pueblos explotados

Es indiscutible que no hay tiempo para lograr primero el socialismo y luego invertir en los cambios ecológicos que necesitamos. Hay poco tiempo para modificar las emisiones de gases de efecto invernadero antes que los daños sean irreparables. Para los pueblos explotados hay incluso menos tiempo. Son los que ya viven bajo duras condiciones, aquellos que sufrirán aún más los impactos de la crisis climática. Nuevos estudios apuntan a que la temperatura media subirá un 3ºC, y es posible que el incremento llegue hasta 6ºC en muchos hogares. Quien tenga más dinero, podrá pagar por la instalación de aires condicionados en sus casas y escritorios, que también incrementarán la demanda por energía eléctrica. Quienes trabajan bajo el sol; como los campesinos, barrenderos, vendedores  ambulantes, repartidores, trabajadores de la construcción y muchos otros, tendrán duras dificultades para trabajar, al riesgo de contraer enfermedades y hasta encontrar la muerte.

Por ello, las organizaciones sindicales deben cumplir un papel fundamental en la construcción de la descarbonización. Sabemos bien como los bienes naturales de América Latina son vistos como simples recursos por el sistema capitalista. Los trabajadores de las petroleras y mineras estatales luchan todo el tiempo contra los intentos de privatización. En términos de la lucha contra el cambio climático, no hay garantía de que una empresa estatal en el sector de energía sucia será más sustentable. Son necesarios muchos cambios para trasformar el sector de la energía contaminante, que ya es obsoleto. Pero es seguro que las empresas estatales deben ser protegidas. Primero porque los trabajadores organizados consiguen hacer valer sus demandas con más fuerza en el sector público. Segundo porque un gran plan de descarbonización exige mayor control del sector energético (y ello no será posible bajo la esfera privada). Así, es posible que aquellos que más conocen el sector, pues trabajan allí, se transformen también en luchadores por el clima ya que su inclusión es fundamental para una transición justa, con más empleos y fortaleciendo el accionar público.

Transición justa es, de hecho, un concepto que debe ser abordado siempre en el debate por un acuerdo verde. Si garantizamos que trabajadores organizados sean parte de los debates, es más probable que la transición justa sea discutida. ¿O acaso las empresas capitalistas que dicen comprometerse con el planeta promoverán la creación de empleos verdes en el sector de renovables? ¿Son estos buenos empleos? ¿Las empresas renunciarán a sus lucros para garantizar empleos y harán las inversiones necesarias aun cuando resulte de ello un perjuicio económico? Claro que no, pues el sector privado se mueve alrededor del lucro. El “verde” de estos “empleos verdes” en las grandes empresas solamente se refiere a las tecnologías verdes empleadas y no significa, necesariamente, una preocupación genuina por la naturaleza.

En este punto y en nuestra región es necesario que comprendamos la gran importancia que en esta tarea tiene los pueblos indígenas latinoamericanos y los movimientos campesinos. Estos movimientos han alertado acerca de la crisis ecológica desde mucho antes de que los gobiernos empiecen a actuar. Es por ello que las enseñanzas del buen vivir y del teko porã tradicionales hoy inspiran a investigadores y luchadores socioambientales en todo el mundo. Pero no se puede permitir que estas perspectivas sean reducidas a simples palabras agradables. Hablar de buen vivir hoy exige atención a las demandas de los pueblos originarios y respeto a sus conocimientos; pero también asumir que no basta hablar y que es necesario crear las condiciones para un cambio radical en la sociedad, porque para ellos queda menos tiempo aún. Por supuesto, esto significa analizar también las contradicciones económicas que están presentes en América Latina y las demandas por desarrollo y proyectar otra concepción del desarrollo que garantice calidad de vida en un paradigma de sustentabilidad.

Las mujeres trabajadoras también deben ser incluidas en la discusión de la descarbonización. No es posible hablar de transición justa sin reconocer el papel fundamental de las mujeres en el cuidado familiar y de la naturaleza. Cuando no hay agua, es común que las mujeres tengan que buscarla. Cuando los niños se quedan enfermos, nuestra sociedad todavía espera que las mujeres los cuiden. Las mujeres son mayoría en sectores de servicio estratégicos en muchos países, sobretodo en la salud y la educación. Inversiones en estos sectores pueden contribuir para aliviar la sobrecarga laboral que las mujeres tienen en el terreno de la reproducción social, mientras se produce valor social con menor impacto ambiental. Además, este tipo de inversiones tienen mayor impacto en cualquier grupo de aquellos excluidos de los planes convencionales de desarrollo. La población negra en muchos países de América Latina no recibe un acceso adecuado a la salud y sufrirá más con las consecuencias climáticas a partir de su vulnerabilidad social. La propuesta para nuestra descarbonización debe plantear también, sin dudas, un combate contra el racismo ambiental.

 

 

Un plan de descarbonización construido desde abajo es de vital interés para los pueblos explotados, ya que afronta tanto la crisis climática como sus condiciones materiales de vida bajo el capitalismo. Sabemos que el sector privado de las energías renovables y otras tecnologías verdes, con la fuerza económica que tienen, será una parte central de la transición. Sin embargo, estos sectores no pueden ser los líderes de este proceso.

La solidaridad popular es clave para conectar las luchas contra los impactos del cambio climático, desde los millones de refugiados, a las dificultades para el cultivo de alimentos y hasta los problemas para trabajar y las nuevas enfermedades. Un pueblo no necesita pasar por lo mismo que otro para reconocer la importancia de esas luchas. En este sentido, un plan de descarbonización global debe ser capaz de producir cambios que no favorezcan solamente a los ricos o que simplemente cubran el sol con un tamiz.

Por eso, los debates inmediatos por la descarbonización deberían incluir asambleas populares que traten las demandas de una transición justa, desde la necesidad de empleos a la lucha por los territorios, para que aquellos responsables de escribir los proyectos de ley y los planes de acción lo hagan en sintonía con los protagonistas de estas demandas. Esto es importante para no producir un plan solamente tecnocrático que puede ser fácilmente apropiado por el capital y, en especial, para que tengamos la fuerza política capaz para presionar a los gobiernos de derecha o moderados (a veces hasta a los de izquierda) por una transición justa y lo más rápido posible.

Las asambleas populares son un elemento muy común de las organizaciones populares y de las luchas en América Latina. Experiencias recientes como del Foro Alternativo Mundial del Agua (2018), la Cumbre de los Pueblos (2017) y el Foro Popular de la Naturaleza (2020) nos sirven de ejemplo sobre la importancia de sumar grupos diversos; desde activistas socioambientales a organizaciones indígenas. Los ecosocialistas en Brasil y en otros países apostamos a la construcción de espacios así porque sabemos que las posibilidades de cambio radical dependen de la organización colectiva.

 

¿Que podemos hacer hoy?

La pandemia del coronavirus ha afectado las dinámicas de producción de mercancías y de la organización de la vida. Sobretodo en los países empobrecidos y que viven bajo gobiernos de extrema derecha, la pandemia significa muerte por el virus o muerte por hambre. En Brasil, por ejemplo, el desempleo afecta cerca del 12,6% de la clase trabajadora. Por otra parte, el trabajo informal es la única opción para muchos trabajadores, así si se quedan en casa durante la pandemia, no tienen como pagar su alquiler ni la comida para poner en la mesa. La situación es peor para la población negra. El gobierno ha aprovechado esta situación para promover la intervención del sector privado en el sistema de saneamiento y la desforestación que sigue a una velocidad muy preocupante.

En Chile, la pandemia significa más represión contra la población con reglas muy duras de confinamiento mientras tiene lugar una crisis hídrica en las regiones de Coquimbo y de Valparaíso. En Perú, los pueblos más pobres son los que también sufren más con la pandemia, ya que las tasas de mortalidad entre los pobres son mayores que entre la clase media y los ricos.

La pandemia desenmascara las inequidades sociales que muchos escogen ignorar en el cotidiano. Son muchas crisis juntas, no nos podemos engañar con la solución. No debemos volver a lo “normal”, como promueven los gobiernos y las corporaciones. Lo normal es parte del problema. Por eso, es hora de demandar algunos cambios estratégicos, con respuestas más radicales que creen condiciones para otros cambios en el futuro. Una gran descarbonización puede ayudarnos hoy. Sin embargo, sin una movilización por parte de la clase trabajadora, tampoco será fácil exigir reformas estructurales. Aquí vemos el importante papel de los movimientos sociales en América Latina para demandar lo imposible; en especial, cuando cualquier otra perspectiva puede empujarnos todavía más al abismo.

Partir del debate sobre la cuestión del empleo puede ayudar a interpelar a más personas, aún más si las demandas principales incluyen mejorías rápidas y simples en calidad de vida. Si el desempleo es un problema, la tarea de los gobiernos es invertir en la creación de empleos, pero no cualquier tipo de empleo. Es posible crear nuevos empleos que pagan mejor, obliguen a menos horas de trabajo y contribuyan en los sectores donde se necesita crecer. Si tenemos prisa, debemos trabajar tanto con metas de largo y de corto plazo. En el contexto de corto plazo, eso significa inversiones inmediatas cuyos resultados podrán ser vistos en unos pocos años, en al menos tres sectores: la energía, el transporte y los alimentos.

Los países del Sur, con una economía dependiente, exportan materias primas e importan manufacturas, incluso el combustible de refinerías extranjeras. Así, si, por el contrario, impulsamos los proyectos de energía renovable, pueden crearse nuevos empleos y mejorar la distribución de la energía mientras se combate la dependencia económica  y el déficit comercial que torna a nuestras naciones más vulnerables a las voluntades del capital internacional.

Hay que mencionar que una transición energética en América Latina exige que abordemos no solamente la problemática de la industria petrolera o del gas natural, sino también la de la gran industria minera, nacional o extranjera. En este campo, es necesaria una reglamentación y protecciones locales y de inversión para las empresas estatales con el objetivo de que la demanda no esté bajo las presiones del mercado mundial de minerales y combustibles fósiles, sino bajo una lógica social que orienta la extracción de aquellos bienes por su valor de uso y no por el de cambio.

Las energías renovables no son una panacea. No hay solución perfecta, que no implique ningún impacto sobre la naturaleza; pero con un buen planeamiento e inversiones hechas por el sector público, es posible fijar metas viables de transición de la matriz energética, mientras se promueven también investigaciones en ciencia y tecnología que puedan ayudar con los desafíos planteados en términos de eficiencia y residuos.

Este proceso debe incluir la discusión sobre el decrecimiento estratégico; o sea, no se trata de decrecer como norma, ya que esto empeoraría la vida en nuestro continente, pero si plantear perspectivas que destinen la producción energética para actividades que mejoren nuestra calidad de vida, como salud, educación, cultura y recreación, así como para el cambio en el transporte y en la producción de alimentos. Y, al mismo tiempo, tienen que ser combatidos el consumo de productos prejudiciales al medio ambiente así como aquel desenfrenado estimulado por el marketing.

Sabemos que las tasas más grandes de consumo se registran en los países más ricos, pero la gran industria sabe que debe empujar en similar dirección a los consumidores del Sur si quieren lucrar más. Cambios en los sectores de producción locales así como en las regulaciones en la publicidad, pueden ayudar a que las clases medias y altas no consuman en los niveles problemáticos de países como los Estados Unidos. Simultáneamente, se puede garantizar mejor calidad de vida para los más pobres, sobretodo para las personas que no tienen acceso hoy en día a bienes básicos como refrigeradores y computadoras o a la salud y viviendas accesibles y de calidad.

Inversión estatal en el transporte público es una manera de cambiar en las ciudades el patrón de autos particulares a favor de los peatones, ciclistas y autobuses. Es posible crear nuevos empleos de calidad cuando se tienen más autobuses en las calles, así como también con la producción de autobuses eléctricos o con la construcción de líneas de subterráneo. Un plan de descarbonización para las ciudades será también un plan de buenos empleos. Es claro que muchos “empleos verdes” también necesitan de trabajadores con conocimiento específico y, por lo tanto, se refuerza la necesidad de invertir en educación.

Por otra parte, el sector de producción de alimentos es estratégico en la lucha contra el cambio climático así como para el ecosocialismo, pues la soberanía alimentaria debe ser prioridad de cualquier sociedad sustentable. La desforestación que resulta de las prácticas del agronegocio se combina con los impactos del uso de abonos y fertilizantes químicos. Juntos, estos elementos contribuyen con las emisiones de gases de efecto invernadero en la atmósfera. Además, el avance del agronegocio destruye los modos de vida tradicionales y cumple un papel activo en la violencia contra indígenas y campesinos.

Cualquier “plan verde” en América Latina que se proponga radical y se considere una alternativa a los planes del “capitalismo verde” (conocido también como “economía verde”) tiene la obligación de abordar la cuestión de la reforma agraria. La concentración de tierras en la región es responsable por la destrucción de la naturaleza y por la gran inequidad entre las clases. Las voces de los movimientos que luchan por la reforma agraria agroecológica y popular deben ser oídas y sus liderazgos incluidos en las formulaciones y políticas públicas. Solamente así un “Nuevo Acuerdo Verde” en la región tendrá éxito en conectar las luchas, desde aquellos que claman por tierra a los ciudadanos de las grandes ciudades que anhelan por alimentos saludables y sin agroquímicos.

Un gran “plan verde” en América Latina puede ser la respuesta necesaria de los pueblos para los días de hoy. Aunque hay muchos golpes a los que resistir, los movimientos tienen más fuerza cuando plantean demandas constructivas que son capaces de propagar lazos de solidaridad que van allá de los momentos defensivos.

La combinación entre las resistencias de nuestro tiempo con las demandas radicales contra el cambio climático tendrán mucha potencia. Ciertamente, seria mucho más fácil si la mayoría de los países en nuestra región no se encontraran bajo circunstancias tan duras. Sin embargo, no hay tiempo que perder y todas las respuestas a las crisis deben ser también respuestas para salir de un sistema de crisis.

Pero cuidado, lo que tenemos hoy no es una ventana de oportunidad, pues una política y un escenario global de muerte no ofrecen oportunidades. Son demasiado cínicos quienes desde una ideología capitalista hablan así. Hay, no obstante, una ventana de responsabilidades y depende de nosotros luchar por cambios estratégicos frente a las crisis sanitaria y económica y que aborden también la crisis ecológica. Al fin y al cabo, cualquier política que no haga frente a la crisis climática es también una política de muerte.