Por Natalia Romé[1]

 

Relatos del Apocalipsis

“Cualquiera puede ver el futuro, es como un huevo de serpiente”, decía el oscuro Dr. Vergerus a Abel, en los minutos finales del célebre film de Bergman, que retrata como pocos la experiencia del horror inminente. Dedicado a la coyuntura alemana de los años veinte, El huevo de la serpiente ofrecía una pintura e incluso el aroma de los modos diversos –aunque igualmente desesperados– con los que lxs alemanxs asistían a la gestación del nazismo.

En un film titulado Dr Strangelove or: How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb, Stanley Kubric retrata, en una clave diferente pero igualmente elocuente, la experiencia de otro desastre inminente en plena Guerra Fría, el de la bomba atómica. El horror aparece entonces elaborado de otro modo, menos dramático aunque igualmente trágico. No parece tratarse ya de descular los orígenes del mal sino de aceptar el sinsentido de una cadena de malentendidos, vanidades y sospechas que pueden terminar en la eclosión del mundo. Prescindiendo de toda pregunta ética, el film deja las causas de la destrucción del lado de la imbecilidad y la frivolidad. Pero además ofrece otro detalle singular que retrata con maestría la sensibilidad que marca el clivaje con que se abre nuestra época: en vez de retratar la experiencia del peligro inexorable en la clave de una asechanza más o menos esperada, el film retrata la resignación de su temporalidad ya acontecida, la Bomba ya no es una amenaza, de algún modo el film asume desde el principio que el “botón rojo” ya ha sido pulsado.

Hace apenas dos años, el diario español El País titulaba con la sugerente frase “El miedo es mi combustible” una entrevista realizada a Steven Spielberg a propósito de Ready Plyer One: comienza el juego, dedicada a ofrecernos una nueva distopía sobre los efectos de la alienación virtual y el uso compulsivo de redes. El tráiler del film pone sobre la mesa lo hay que saber: “No hay ningún lugar a dónde ir”, se resigna el protagonista que se presenta como parte de una generación de “desaparecidos” (virtuales). El mundo que se soñaba ilimitado para la aventura del progreso de la humanidad se ha vuelto un espacio total, clausurado sobre sí mismo condenado a un permanente reciclaje.

¿De qué son síntoma las distopías?¿podemos leer en sus transformaciones las huellas de otras mutaciones más generales en nuestros marcos de pensamiento? ¿qué ha cambiado en nuestro modo de relacionarnos con los desastres de los que somos capaces?

Desde las guerras imperialistas de principios del siglo XX, el hecho de que la “Humanidad” sea capaz de aniquilarse a sí misma constituye un dato central de nuestra cultura masiva tanto como del arte, la política, la ciencia y la filosofía. Podríamos decir que en alguna medida, grandes narrativas se han forjado en ese marco en el que es la inminencia de su autoaniquilación lo que hace existir a la Humanidad como ilusoria o como deseada comunidad global. De esas paradojas son tan hijos los organismos multilaterales de crédito como los Derechos Humanos.

Pero las nuevas narrativas distópicas parecen sintomatizar una inflexión en ese campo ideológico ¿de qué modo específico tramitan los actuales discursos post-apocalípticos esa paradoja?

Hace años que el tono post-apocalíptico prolifera en la industria cultural. Pero el dato es que cada vez, con mayor fuerza, sus tópicos desbordan el género específico de la ciencia ficción e inundan los diversos discursos públicos, reconfigurando las interpretaciones sociales del presente, las imaginaciones del futuro común y las pasiones (los temores y deseos) con respecto a ellas.

La ciencia ficción contribuyó en otros momentos a una reflexión social, a una crítica cultural y política. Basta con recordar maravillosos textos como los de Aldous Huxley o George Orwell. Y no hay por qué dudar de la honesta preocupación de Spielberg o de los guionistas de series como Black Mirror o The handmaid’s tale, con respecto al futuro de la civilización. Pero el relato pesimista no parece ya funcionar del mismo modo, no ofrece ningún extrañamiento en el complejo de procesos discursivos, la distopía es igualmente ejercida por publicidades comerciales como por arengas políticas y liturgias de pujantes religiosidades.

Paradójicamente, para nuestra era tan descreída, tan relativista y desconfiada, esta única certeza se ha vuelto prácticamente un dogma: “el futuro ya llegó” por lo tanto, “no hay a dónde ir”. En todos los casos coinciden las imágenes del apocalipsis con escenarios opresivos y circulares, no sólo geográficamente, sino cerrados especialmente al futuro. La ciencia ficción actual es la ciencia de un mundo sin futuro, un discurso de la resignación masivamente consolidado.

Es hora de pensar si la creencia en un desastre inexorable, que nos espera a la vuelta de la esquina, no se ha vuelto una nueva forma de superstición, con consecuencias penosas para la vida individual y colectiva. Es hora de abrir también las preguntas respecto de las condiciones históricas en las que las narrativas apocalípticas toman forma, para interrogarnos más claramente acerca de sus consecuencias.

 

La última utopía: esperanza y desesperación

La última utopía del siglo XX se llamó “Sociedad de la Información”. Su consagración se celebraba como el “fin de la historia” y se fantaseaba como el logro de una armonía planetaria con la que, gracias a la incorporación plena al mercado común de bienes y signos, se lograría la eliminación de las barreras culturales y una suerte de tolerancia “humanitaria”, más allá de las desigualdades materiales y las diferencias históricas. No podemos afirmar que la expansión financiera y telecomunicacional no hayan logrado su meta, y sin embargo, las fronteras, las barreras y los muros, materiales y simbólicos se levantan a la orden del día con redoblado esmero. ¿Qué ha sucedido?

Cuando el mundo parece haber alcanzado la utopía de la máxima iluminación, la proliferación de los flujos comunicacionales y la consagración a escala planetaria de la llamada “Sociedad de la Información”, una paradójica era de oscurantismo renovado, tendencias segregacionistas y recrudecimiento de las violencias, amenaza la vida y empobrece las formas democráticas de la convivencia. El “éxito” de la globalización coincide así contradictoriamente con los signos de su fracaso y el sueño de un mundo ilimitado se ha vuelto una especie de pesadilla de claustrofobia. Ese espacio de encierro ha elaborado una ideología del pluralismo que se comporta como una fantasía de la eliminación de la política –y en definitiva, del otro. El relativismo y el cinismo son la contracara de estas pulsiones regresivas, porque la ilusión de borrar las diferencias exige una suerte de olvido forzado y arrasa entonces también, la posibilidad misma de una inteligibilidad común, que sostenga y haga viable la vida compartida. No constituye ninguna sorpresa que ese escenario se vuelva el terreno propicio para el recrudecimiento de los autoritarismos.

La promesa del “mundo sin fronteras” se convierte en una especie de pesadilla sin tiempo que consagra el escenario de esas fantasías post-apocalípticas, donde la catástrofe ya ha sucedido y el tiempo se cierra sobre sí en una eterna repetición del presente. Una experiencia totalizada (y totalitaria) del tiempo presente coincide con la deshistorización de la experiencia social y nos sumerge en una atmósfera en la que la insignificancia de la política produce la desaparición del futuro mismo. A ese mundo le “acontece” la pandemia por COVID-19.

Retomando un contrapunto entre intelectuales[2]  –Maurice Blanchot y Karl Jaspers– a propósito, nada menos que de las imágenes del “Fin de la Historia” movilizadas por la amenaza de la bomba atómica, a mediados del siglo XX, Alenka Zupancic ofrece una idea que abre una vía para interrogar la condición “acontecimental” de la pandemia  COVID-19 y el grado de “excepcionalidad” de las medidas adoptadas a escala mundial, en su nombre[3].  Escrito en 2018, el texto de Zupancic no tiene nada de “premonitorio”, sino que contornea una pregunta que aunque parece demasiado abstracta y filosófica es la pregunta de nuestro tiempo.

Podemos escandalizarnos ¡quién podría tener tiempo para la filosofía en medio de una crisis sanitaria de magnitud! Y sin embargo, no es posible comprender las formas de nuestro pensamiento cotidiano, los lenguajes con los que formulamos las categorías para pensar el mundo que nos toca, si no nos damos el tiempo para darle vueltas a esta pregunta: ¿es posible un acontecimiento si el “botón rojo” ya ha sido apretado?  O, para decirlo en otras palabras, ¿qué hay de nuevo en esta “nueva” novedad?¿cuál es el carácter acontecimental de este acontecimiento del que no paramos de hablar?¿qué se transforma y qué se juega en esta transformación?

Pues bien, el problema de la delimitación de un acontecimiento como tal no es un puro asunto de elucubración filosófica, sino que moviliza los sentidos comunes, las fuerzas para configurar “temas”, para reconocer “hitos” en la historia compartida y desde luego, convoca la cuestión de las tecnologías del espacio público, aquella que dan forma a nuestra experiencia del tiempo y el espacio, del “aquí” y el “ahora”. Esto quiere decir que si queremos pensar los desafíos y condiciones de la política, hoy, es preciso prestar atención a los modos de configuración de nuestro “espacio público, por lo tanto a un presente político transformado a cada instante, en su estructura y su contenido, por la tele-tecnología de lo que tan confusamente se denomina información o comunicación”[4].

¿Pero somos capaces de hacerlo?¿podemos pensar en qué medida nuestra experiencia del tiempo histórico se configura y reconfigura permanentemente?

Sabemos que las llamadas “nuevas tecnologías” vienen amarradas a formas de expropiación de datos que vulneran todas las formas conocidas de derecho a la información y a la intimidad; sabemos que el mundo económico que las hace posibles no existe sino como proceso destructivo de financiarización de las economías, flexibilización de todos los derechos laborales, hiperexplotación y precarización. Y sin embargo pareciera que ante el enigma de la vida común post-pandémica, hemos resuelto poner en suspenso esos saberes colectivamente adquiridos para aceptar la virtualización de todas las áreas de nuestra vida personal y colectiva. Pareciera que sostener esa “normalidad” del aquí y el “ahora” es mucho más urgente y factible, antes de imaginar una suspensión o un corte en el presente. Los discursos supremacistas constituyen la “vanguardia teórica” de esa negación –con sus llamados a ignorar el peligro y mantener la rueda de la economía global–, pero de múltiples modos, todxs practicamos su negación.

Esas pequeñas decisiones en las que aceptamos (con menos dudas que antes) la implementación de recursos tecnológicos, tanto en los vínculos privados como en las cuestiones públicas, parece consolidar una renuncia práctica y masiva al futuro, una disposición firme a no imaginarlo siquiera. Nos contamos que se debe a la “excepcionalidad” de la pandemia, pero la negativa a imaginar el futuro no difiere de aquella que hace posible que los pueblos acepten endeudamientos impagables y condenatorios, a cien años. La “excepcionalidad” de la pandemia es demasiado normal y encuentra las respuestas menos excepcionales.

En las vivencias propias y en los denodados esfuerzos por transponer al “mundo virtual” prácticas de enseñanza y aprendizaje; modalidades de trabajo; intercambios comerciales; lazos de afecto o amistad, advertimos que la forma dominante de la respuesta social de abrazarse desesperadamente a la inercia, pone en escena una fuerte necesidad de normalidad.  Simultáneamente, “intelectuales”, funcionarios políticos y líderes de opinión, coinciden en subrayar (sea con vocación crítica o disciplinadora) el estado de excepción, a la vez que insisten en que enfrentamos una mutación que ha venido para quedarse, transfigurando la vida de grandes mayorías. Aunque parezcan opuestas, una y otra posición sintomatizan la misma circunstancia: el establecimiento colectivo de aquello que es un “acontecimiento” y su distinción respecto de lo que no lo es, se encuentran hoy tan trastocados del mismo modo en que están trastocados los principios mismos de normalidad. Y, si ese trastocamiento hace síntoma es justamente porque, aunque no tienen nada de novedoso, la “excepcionalidad” de la “crisis sanitaria” y la gravedad de la “crisis económica” asociada con ella, no pueden ser nombradas ni conceptualizadas. Esto tiene una explicación: los términos mismos de la normalidad se escriben desde hace varias décadas, en el lenguaje de la excepción.

Eso que llamamos neoliberalismo ha reconfigurado las fronteras entre normalidad y excepción, al hacer de la crisis una nueva forma de normalización[5]. La instrumentación de la guerra y la estrategia del shock económico y financiero han instalado hace décadas, una economía de la crisis. La irracionalidad de las políticas financieras de endeudamiento público y privado creciente, sin correlato productivo, y las narrativas emprendedoristas que exigen hacer de la crisis oportunidad, componen un telón de fondo con respecto al cual resulta prácticamente imposible identificar la “excepcionalidad de un acontecimiento”.

Si una novedad cabe esperar en este marco es la de la decepcionante y nada épica normalización del apocalipsis. Más todavía, podría pensarse que el apocalipsis, con todo lo que tiene de escenográfica interrupción, se ha vuelto la fantasía social dominante bajo la que transitamos lo insoportable de unas vidas atadas a la agónica decadencia del régimen imperialista de acumulación, en sus formas neoliberales. La célebre imagen que acuñara la izquierda antiimperialista de principios del siglo XX, que prometía ‘Socialismo o Barbarie’ se vuelve parte componente de esa fantasía catastrofista con la que asistimos a la normalidad e insignificancia de la barbarización.

 

Democracia en postpandemia: atravesar la superstición

Muchos de los debates respecto de las consecuencias de la actual pandemia y de las medidas de aislamiento tomadas en su nombre se han concentrado en torno a la cuestión del Estado. Sea desde la preocupación por el poder biopolítico y las posibles retracciones de derechos en la consolidación de formas neohigienistas de control social, o sea en nombre de una renovada apuesta por las políticas públicas de cuidados y el control político del desarrollo económico, las discusiones no salen del mismo esquema en el que todo cuanto parecemos ser capaces de pensar se reduce a un esquema pobre del problema político que desconoce tanto las contradicciones que atraviesan los espacios estatales y de tomas de decisión como las que dan forma a lo social en sus estructura y pugnas. Ese esquema es indicativo de preocupaciones reales pero a la vez, ineficaz porque la dicotomía orden/libertad es consustancial al recrudecimiento de las narrativas totalitarias del neoliberalismo. Podemos sospecharlo cuando nos encontramos en el dilema de defender el fortalecimiento del Estado en materia de educación, cuidados y salud pública, y a la vez alertar acerca de las posibles confusiones entre “cuidados” y “control social”. Parte de esa dificultad se refuerza cuando advertimos que son las posiciones de derecha explícita y las fuerzas manifiestamente promotoras de las formas más voraces y desigualitarias, quienes han desacreditado las políticas de prevención sanitaria. ¿Cómo pensar esta escena?¿en qué sentido funcionan las narrativas libertarias de los factores neoconservadores? ¿por qué las derechas asumen posiciones anti-sistema?

Para comprender esta situación no tan novedosa, sino ya característica del neoliberalismo, es preciso abandonar la dicotomía orden/libertad que ha organizado las discusiones políticas en torno de la cuestión del Estado. Es necesario, antes que nada, comprender que la condición democrática del espacio público moderno no está en la manifestación inmediata o espontánea de las demandas populares, sino en la trabajosa elaboración colectiva de sus mediaciones, en las formas de pensamiento, en las representaciones y argumentos que permiten imaginar, a través de sus contradicciones, el destino social. Dicho de otro modo, el misterio de la democracia como paradójica combinación entre orden, conflicto y libertad, se esconde menos en la fuerza contingente de los estallidos del malestar social que en la orfebrería colectiva de su interpretación. La soberanía popular no vive en estado de rebelión permanente, ni en la fugacidad de un rayo fulgurante, sino en la capacidad de hacer de su potencia una pugna continua en proceso permanente de expansión. La soberanía popular es el movimiento de democratización del intelecto común y de la vida con otrxs.

Esa elaboración pública de la inteligencia es una tarea “filosófica” (porque son filosóficas las preguntas sobre la justicia, libertad, igualdad, etc) tanto como una política (en la medida en que las respuestas son siempre tomas de partido concretas en una historia determinada), pero se dan a partir de los elementos culturales, ideológicos disponibles, impulsados por las sensibilidades y afectos del común y modulados por las fuerzas políticas y los artificios técnicos que dan forma al espacio público[6]. Así pensada, podríamos decir que la historia moderna de la democracia es la historia del trabajo polémico del pensamiento (la filosofía, la ciencia, el arte) y la política contra la superstición que constituye una parte de los afectos comunes.

Vemos entonces que allí donde los discursos post-apocalíticos se han convertido en nuestra nueva superstición, esa batalla vive un notable retroceso porque, como dice Diego Tatián, “la superstición no es simplemente una religión falsa o una creencia equivocada de las cosas, sino un dispositivo político, una máquina de dominación que separa a los hombres de lo que pueden, que inhibe su potencia política y captura su imaginación en la tristeza y la melancolía, que es la pasión antipolítica extrema; una pasión totalitaria que afecta a la totalidad del cuerpo[7]. Lo que hoy llamamos “apatía” para referirnos a una cierta retracción y pasividad ciudadana, puede ser pensado como una “melancolía social”. Una melancolía totalitaria en la medida en que es sin objeto, dice Zupancic. Tan aferradxs al afecto de la pérdida, no podemos poner nombre a lo que hemos perdido, no podemos desear nuevamente. Hoy la melancolía es una disposición afectiva generalizada que coincide con la cancelación del horizonte político, no surge de una lectura crítica o realista del orden dominante, sino que se encuentra en realidad dominada por la soledad y la ausencia de solidaridad aunque se presente vestida de manía consumista o mandato de felicidad permanente.

Entre el desastre de los campos de concentración por venir, retratado por Bergman, la amenaza de aniquilación total que representa la bomba atómica, en el film de Kubric y nuestras actuales narrativas post-apocalíticas, se va cifrando una transformación en los modos de experimentar el tiempo histórico y de darse la imaginación política.

Si el desastre no es más “inminente”, porque ya ha acontecido, entonces no hay “tiempo” para crear la Humanidad que habríamos perdido. Si somos habitantes de un apocalipsis que dura demasiado, sólo queda espacio para la normalización de la destrucción. ¿a qué otra cosa nos convidan los discursos de personajes como Trump o Bolsonaro, más que a una resignación cínica, a una apatía melancólica y supersticiosa que sólo puede perseverar en la crisis permanente?

El gran desafío político es entonces abandonar la falsa dialéctica de la esperanza y la desesperación, en la que abrevan las formas de superstición contemporáneas, para formularse la pregunta por las alternativas históricas reales. Esa pregunta no puede darse ni en el esquema pobre que afirma o niega al Estado de manera abstracta, ni en la imagen de una pura exterioridad naturalista de un regreso a lo más auténtico (igualmente teológica). Sino que debe forjarse en base a los únicos pilares realmente existentes: la inmanencia de la soberanía popular en las formas restringidas de las democracias post-dictatoriales actuales y la inmanencia de la transformación histórica en la trama misma de la agonía del régimen imperialista de acumulación. Toda otra pretendida opción de “exterioridad” no hace sino replicar especularmente el mundo cerrado de nuestras supersticiones.


Referencias:

[1] Licenciada en Ciencias de la Comunicación y Doctora en Ciencias Sociales. Profesora e Investigadora de la Universidad de Buenos Aires y la Universidad Nacional de La Plata. Directora de la Maestría en Comunicación y Cultura (Facultad de Ciencias Sociales-UBA).

[2] Ver: Blanchot, Maurice;»El Apocalipsis es decepcionante»,  La amistad, Madrid, editorial Trotta, 2007 [1964]. Jaspers, Karl; Die Atombombe und die Zukunft des Menschen. Munich, Piper Verlag, 1958.

[3] Zupancic, A.; “El apocalípsis es (todavía ) decepcionante”, S: Revista del círculo para la crítica de la ideología lacaniana, 10 & 11, 2017-18.  

[4] Derrida, Jaques; Ecografías de la televisión. Buenos Aires, Eudeba, 1998, p. 15.

[5] Ver Collazo, Carolina;  “Política, dialéctica, comunicación. El entramado de la urgencia democrática”, en Collazo, C. y Otrxs (Edts) Asedio del tiempo, Buenos Aires, CLACSO-IIGG, 2019.

[6] Caletti, Sergio; “Decir, (auto)representación, sujetos. Tres notas para un debate sobre política y comunicación”, Revista Versión, UAM-X, 17, 2006.

[7] Tatián, Diego, Spinoza, filosofía terrena, Buenos Aires, Colihue, 2014, p. 17.